22 enero 2021

 


Hoy hablamos mucho de coherencia. La exigimos a los políticos, a los eclesiásticos, a los hombres de empresa y a los demás. Los pedagogos insisten en educar en la coherencia, es decir, en la adecuación entre nuestras creencias —religiosas o no— y el comportamiento diario. Somos conscientes de que sin coherencia el hombre se convierte en un fariseo, un cínico y, en último término, un ser inconsistente. La coherencia hace creíble a la persona y la reviste de dignidad y respeto. «Es coherente con sus ideas», decimos cuando queremos hablar de la integridad de alguien.

«Nosotros, cristianos, hacemos profesión de seguir a Jesús, somos practicantes; externamente mostramos todos los signos de la docilidad a Dios; pero esta docilidad ¿es verdaderamente real, profunda, o es solamente superficial, contradictoria con tantas acciones que no son realizadas según la voluntad de Dios?». Junto a esto, todos conocemos personas que han vivido en desobediencia a Dios y, al convertirse, comienzan a llevar una vida ejemplar de fidelidad a Dios, adelantándonos en el camino hacia el reino de los cielos. Jesús invita a cambiar la actitud del corazón: pasar de una aparente actitud de justicia, que se queda en meras fórmulas externas sin contenido, a la verdadera obediencia de la fe, que consiste en cumplir la voluntad de Dios. Jesús lo dice con otras palabras que establecen el principio de la coherencia de la fe: «No todo el que me dice: “Señor, Señor”, entrará en el Reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre  que está en los cielos» (Mt 7,21).

César Franco 

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